Somos los goles que hemos vivido
Llevaba semanas preparándome para el partido. Desde que tuve las entradas en mi mano no hice otra cosa que inspeccionar cada milímetro de ellas y aprenderme de memoria la revista conmemorativa del encuentro. No se me olvidará la fecha: miércoles 22 de febrero de 1995. Un día cualquiera para muchos, una noche especial para mí.
Tenía trece años y era mi primer partido de España. Jugaba en Chapín un amistoso contra Alemania, previo al oficial ante Bélgica que tendría lugar en Sevilla, en el Ramón Sánchez Pizjuán un mes después. Berti Vogts, por entonces seleccionador alemán, no estaba conforme con la designación de Jerez para acoger tal encuentro. No le gustaba el estadio: pequeño y sin el calor del público por las pistas de atletismo. Su plantel merecía un escenario mejor y de mayor capacidad. Los casi 19.000 espectadores que ocuparían las gradas rozando el lleno absoluto le parecían insuficientes. Para mí, el mejor marco posible.

La mayoría de conversaciones hacían alusión a la selección. España portaba un interesante cartel. Ese mes, ocupaba el segundo lugar en el ranking de la FIFA, era la máxima favorita de su grupo para conseguir el pasaporte a la Eurocopa de 1996 y fue cuartofinalista en el Mundial de Estados Unidos. Al igual que Alemania, aunque caer eliminados ante Bulgaria estuvo a punto de costarle el cargo a Vogts. Sin embargo, lo que realmente interesaba era saber qué pasaría con los ausentes de la noche. Con Guardiola, Kiko o Fran, con los que Clemente seguía contando. Se hablaba del once del partido. De las sensaciones que transmitían el doble pivote formado por Hierro y Donato. La lesión de Nadal, la baja de Alkorta por sanción, de los cerca de cien partidos que Zubizarreta iba a cumplir y que apetecía ver a Cañizares. Yo quería goles. Quería celebrar un gol de España. Incluso de Alemania, por ver en primera persona cómo funcionaba el engranaje de una de las selecciones más temibles con solo pronunciar su nombre. Quería impregnarme del júbilo o de la decepción, según quien anotase.

Tras los himnos todo estaba preparado para el comienzo. Mi corazón se había parado y solo podría ponerlo en marcha el silbido del árbitro que indicaba el inicio del partido. Entonces me parecía que España le jugaba de tú a tú a Alemania. Que era una selección grande a la que todos respetaban. Pensábamos que jugábamos bien pero aún estábamos lejos de todo lo que viviríamos a partir de 2008. Estábamos convencidos de que un combinado en construcción había sufrido para dejar el marcador sin estrenarse. La realidad era otra. Alemania solo debió reducir de marcha para aguantar.
No hubo goles. Por más que lo desee, el gol se resistió. No podía entenderlo. Al igual que no podía entender cómo en los pocos minutos que estuvo Julio Salinas en el campo, los aficionados podían enfadarse tanto por sus errores. Lo intentaba. Pero ‘el Lacio’, como le llamaban sin cesar los que nos rodeaban en la grada, no logró traspasar la portería de Koepke. Tampoco comprendí qué sentido tenía perseguir a Julen Guerrero mientras calentaba. Desde que Clemente le mandó irse a la banda, un enjambre de groupies le seguían corriendo tras las rejas mientras gritaban mensajes que nada tenían que ver con el fútbol. No lo comprendía, porque mis ojos no podían apartarse del césped. Siguiendo con la mirada el recorrido del balón, suspirando para que traspasara alguna de las porterías.
Hubo ocasiones pero el gol no llegó. Aún así estaba contenta. Jamás iba a olvidar aquel partido. Los protagonistas, sus estilos, equipaciones y su fútbol se habían tatuado en mi memoria. Había estado a escasos metros de jugadores que, probablemente, nunca más iba a tener cerca como Amavisca, Caminero, Goikoetxea, Hierro, Cuéllar, Klinsmann, Möller, Hassler,…Había sido un partido intenso aunque feo. Daba igual, había merecido la pena.